A lo largo de las dos últimas semanas he tenido una notable repercusión en los medios de comunicación por un estudio en el que concluyo que hemos perdido dos tercios de la huerta de Valencia, un paisaje cultural de inmenso valor, en apenas medio siglo. La lectura que hago del insospechado interés que mi trabajo ha despertado tanto en medios escritos como audiovisuales es que los periodistas, como verdaderos profesionales de la exégesis de lo que interesa a la sociedad, han sabido valorar la importancia que la preservación de los paisajes culturales y, en concreto, de un paisaje cultural agrario -por lo que, eminentemente rural- a la vez que urbano, como es la huerta de Valencia, en la calidad de vida de los ciudadanos.
No es un clamor social patente pero sí una demanda latente la de la preservación de aquellos espacios que, sin ser entornos naturales de un valor singular, son muestra de la convivencia del ser humano con la naturaleza y de su capacidad para moldearla de forma sostenible, de los que todavía hoy en España y en el resto de la Unión Europea quedan infinitos ejemplos y miles de hectáreas, muchas de ellas amenazadas por los cambios en la realidad social y económica y las costumbres y, hasta no hace mucho tiempo, por la presión urbanística, .
Hablo de preservación, y no de protección ni de conservación, y la elección de la palabra no es fruto del azar. La protección de un espacio en aras a su conservación, mediante el planeamiento urbanístico o mediante la declaración de un espacio natural protegido, son las medidas adecuadas cuando se trata de espacios naturales, y por tanto de sistemas, en principio, autosuficientes. No ocurre igual con los paisajes culturales, en cuya existencia es determinante, desde su génesis, la acción del ser humano. Así sucede en todos los importantes paisajes agrícolas españoles, algunos de ellos, como la huerta de Valencia, el delta del Ebro o el valle del Jerte, de relevancia mundial; aunque, evidentemente, no todos los paisajes culturales tendrán un fundamento agrícola, si bien los agrícolas son de gran importancia.
La preservación de estos espacios requiere, por tanto, de un esfuerzo mayor al de la protección, al que hay que sumar de forma imprescindible su dinamización, atendiendo a las especificidades de cada caso. Para la protección, España ya cuenta con un Plan Nacional de Paisajes Culturales, aprobado en 2012, y que se coordina con la actuación de las comunidades autónomas en la materia. Es responsabilidad de los profesionales del territorio en el ejercicio de nuestro trabajo tener en consideración la relevancia para la sociedad de los paisajes culturales de mayor valor, que son guardianes de la identidad histórica de los pueblos y las naciones, y promover su integración en la realidad de nuestro tiempo desde el respeto a sus valores.