Muchas empresas han dejado de contar con el capote del Gobierno para reconocer que se hallaban en causa de disolución. Salvo que el Ejecutivo se lo piense dos veces, al terminar el ejercicio 2013 se ha puesto fin a una situación ficticia. La que han vivido durante cinco años un buen número de sociedades, sobre todo inmobiliarias, gracias a la medida de gracia tomada, en diciembre de 2008, por el Gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero, de evitar aplicar sin miramiento alguno la Ley de Sociedades de Capital.
En esa fecha se permitió que no se computaran como pérdidas las derivadas del inmovilizado material, las inversiones inmobiliarias y las existencias, a los efectos de determinar las pérdidas para la reducción de capital de una empresa o establecer si entra en causa de disolución en el momento que las pérdidas dejan reducido el patrimonio neto a menos de la mitad del capital social.
Se trataba de una de esas normas a las que no se daba excesiva publicidad. Bueno, mejor dicho, ninguna. Y su inclusión se hacía de la manera menos llamativa posible.
La última vez que fue prorrogada esta ayuda se incluyó en la Disposición final tercera del Real Decreto-ley relativo a la modificación de las tasas judiciales, aprobado en el Consejo de Ministros del 22 de febrero del pasado año, y publicado en el BOE un día después. El mejor sitio, sin duda, para que nadie, salvo los directamente interesados, se enterase.
Las razones para eludir cumplir con la Ley de Sociedades de Capital obedecían al hecho de que dado que el proceso de consolidación bancaria va a suponer una nueva caída significativa del valor de mercado de los bienes inmuebles, se hace necesario la aprobación de una nueva prórroga de esta medida, al menos, durante este año, que es el tiempo mínimo para negociar la reestructuración de los pasivos del sector, y ampliar su ámbito de aplicación para evitar que las empresas del sector inmobiliario entren en situación de concurso de acreedores.
La ingeniería financiera de esta medida ha provocado que, pongamos por caso, si una empresa presenta un patrimonio neto de 800.000 euros con un capital social de cuatro millones de euros, se hallaría, de acuerdo con la legislación mercantil, en causa de disolución, al ser ese patrimonio neto inferior a la mitad del capital social. Pero dejaría de estarlo al sumar al patrimonio neto las pérdidas derivadas del deterioro de los activos inmobiliarios.