La corrupción urbanística, a pesar de lo que cerca que nos toca, no es un fenómeno exclusivo de España. Podríamos decir incluso, sin temor a equivocarnos, que los trapicheos generados aquí representan una minucia comparada con las previsiones que se barajan en el mundo por este fenómeno en los próximos quince años.
Si no se atajan los males de raíz, y parece complicado, un reciente análisis de expertos del Foro Económico Mundial ha echado cuentas y ha llegado a la conclusión de que de los 15 billones de euros de inversión que la construcción generará en el mundo durante los tres próximos lustros, hasta el 30% -unos 5 billones de euros, cinco veces el actual PIB de España- se perderán por el camino como consecuencia de prácticas corruptas.
Una de las razones que los analistas del Fondo Económico Mundial ven a la construcción como un sector especialmente sensible a la corrupción se deriva del hecho de que, al no haber dos proyectos completamente iguales, resulta complicado acometer las mismas medidas de control. Lo que genera que las empresas adjudicatarias de los proyectos apliquen sobrecostes para ocultar pagos que nada tienen que ver con la realización de las obras.
La intervención en un proyecto de diferentes profesionales, desde comerciales a constructores, arquitectos o ingenieros, provoca un sinfín de relaciones contractuales, que también dificultan sobremanera establecer unas medidas de control.
La práctica generalizada de estas prácticas corruptas provoca, se destaca en el informe, que las constructoras camuflen los materiales y la mano de obra que verdaderamente usan y declaran por lo alto cuando, en realidad, están gastando mucho menos. Así, en lugar de utilizar acero para determinados refuerzos, ponen hormigón, y el dinero presupuestado para el material original acaba en un lugar para el que inicialmente no estaba destinado. O sí.
Tampoco conviene olvidar el hecho de que las distintas etapas del ciclo de construcción y entrega de los proyectos requieren numerosas aprobaciones del gobierno de licencias y permisos, que no siempre llegan en plazo y se alargan en el tiempo. Excesivos trámites burocráticos que se convierten en caldo de cultivo para sobornos y malversaciones de fondos.
Por último, existe, sobre todo en época de bonanza, un número excesivo de grandes obras que, al margen de resultar beneficioso para el conjunto de una economía, conllevan un cuantioso volumen de inversión pública, en los que las auditorías sobre los mismos no resultan fácil de deslindar. O, en ocasiones, llegan demasiado tarde.