Madrid. Es lo que tiene la geoestrategia política, que no se puede contentar a todos y estar en misa y repicando. Ayer, tocaba votar en el seno de Naciones Unidas si se admitía a Palestina como Estado observador, y España votó que sí.
Un voto que no es una elección cualquiera. Es cierto que se alió con la mayoría pero también lo hizo en contra de los intereses de Estados Unidos e Israel. Qué hubiera pasado si se hubiera abstenido como hicieron Alemania y Gran Bretaña. Aparentemente nada. Salvo cerrarse una puerta para la entrada en el Consejo de Seguridad. Políticamente, poco más.
Pero este tipo de votaciones, de aparente calado político exclusivamente, suele acarrear luego, en el día a día, suspicacias a la hora de que una u otra empresa obtenga jugosos contratos. Nadie, en ningún sitio ni en ningún pliego, va a poner como condición exclusiva para resultar adjudicatario de uno de esos suculentos contratos que se haya o no votado a favor de los palestinos, pero, a la hora de la verdad, al tomar la decisión sí que puede pesar.
Y es que se produce la votación en una situación en la que las grandes empresas españolas se encuentran en la fase previa de adjudicación de jugosos contratos de obras de infraestructuras tanto en Estados Unidos como en Israel. Esas en las que los directivos de las compañías mantienen mil y un contactos, haciendo ‘lobby’, para arrimar el ascua a sus sardinas. Y esa en la que decisiones como la tomada ayer no sé si perjudican directamente, lo que no hacen es beneficiar en nada.
Cuando se adjudiquen nadie, evidentemente, aludirá a la votación como el motivo de haber quedado fuera, pero quizá más de uno se estire de los pelos al ver cómo pasan de largo los 20.000 millones de euros que hay en juego con el Metro de Tel Aviv, o la línea de alta velocidad entre la capital hebrea y la ciudad de Eliat, o esas grandes obras que, en el marco de las infraestructuras aeroportuarias y ferroviarias, están a punto de licitarse en Estados Unidos en cuanto existan las líneas de financiación adecuadas.